Según la FAO, al año se desechan casi mil millones de toneladas de comida. Muchos alimentos que acaban en la basura representan un problema ético, pero también medioambiental. Tetra Pak, empresa pionera en este tipo de envases, tiene mucho que aportar por un futuro más sostenible
Si se considera el desperdicio de alimentos como un país, sería el tercer mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo, después de Estados Unidos y China. Y no. No es el único impacto negativo que ocasiona una cadena de suministro alimentario que genera seguramente demasiados productos que acaban en la basura. Energía, agua, millones de hectáreas de tierra agrícola… Recursos naturales finitos que se utilizan para producir alimentos que finalmente se despilfarran. Tal es la magnitud del problema, que fue una de las razones que, en su momento, llevaron al secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, a advertir: “Estamos perdiendo la carrera de la emergencia climática”. Pero, eso sí, también daba pie a la esperanza, cuando apuntaba: “No obstante, podemos ganarla”.
A la hora de plantearse cómo salir del colapso, resulta crucial impulsar la resiliencia de los sistemas alimentarios; es decir, analizar de qué forma aquellas decisiones y acciones que toman todos los agentes que intervienen en el proceso (productores, minoristas, servicios alimentarios, consumidores…) ayudan a limitar el impacto que supone “la pérdida de alimentos comestibles a lo largo de las cadenas de suministro alimentario destinados al consumo humano”, como define la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) un desperdicio que equivale a un 17% del total de alimentos disponibles en todo el planeta, según el último estudio realizado también por la ONU.
De ahí que los Objetivos de Desarrollo Sostenible planteen, como reto, reducirlo a la mitad en el año 2030. Algo que, sin duda, ayudará a evitar que se agoten los diferentes recursos (el 28% de la superficie o el 25% del agua del total que supone la actividad agraria en todo el mundo) que se usan para producir alimentos que nunca van a ser consumidos. Gracias a ello, no solo se podrá colaborar para revertir el cambio climático sino luchar, además, contra el desequilibrio social. Y es que esa ineficiencia de la cadena alimentaria provoca una alarma social evidente, si se pone sobre la mesa el hecho de que los 931 millones de toneladas de alimentos que se descartan cada año podrían alimentar a 1.260 millones de personas que pasan hambre.
Desde la cosecha o el procesado. Durante la transformación o la distribución. En toda la cadena de producción son varios los momentos en los que se genera esa pérdida de alimentos. Aunque, eso sí, la mayor parte de dicho desperdicio (el 53%) proviene de los hogares; es decir, responde, por ejemplo, a las sobras que decidimos dejar en algún plato de comida o a productos que descartamos por su fecha de consumo preferente o de caducidad. Y es cierto que, según datos del Informe del Desperdicio Alimentario en España del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, en 2021 en nuestro país se desechó “la cifra más baja de los últimos cinco años”. Pero cada español sigue tirando anualmente a la basura 28,21 kilos/litros de alimentos como media.
Una decisión esencial: el envase
Contar con un control en la distribución gracias a unos envases eficientes, como ocurre en Europa, permite, por ejemplo, perder menos del 0.5% de la leche producida, mientras que, cuando no existen las condiciones apropiadas, dicha pérdida se dispara hasta el 10% (es decir, 20 veces más), como sucede en el África subsahariana. De ahí que las empresas que ofrecen soluciones de envasado y procesamiento para la Industria alimentaria deban preocuparse por “garantizar el suministro de alimentos seguros y asequibles para todos, además de disminuir el desperdicio alimentario y los residuos y alcanzar los objetivos de reducción de emisiones”, como concluye Ramiro Ortiz, director general de Tetra Pak Iberia. Según él, la industria debe contribuir a la resiliencia del sistema alimentario: “Ha de ser un catalizador del cambio positivo y crear valor a largo plazo para la sociedad”, asegura.
Uno de los ingredientes de la receta que ofrecen empresas como Tetra Pak para ayudar a reducir –de manera decisiva– el desperdicio alimentario pasa por apostar por envases de cartón aséptico para alimentos y bebidas que procuren, entre otros beneficios, alargar la vida útil de los alimentos, sin necesidad de añadir conservantes o refrigeración y que puedan distribuirse y almacenarse a temperatura ambiente, es decir, sin la necesidad de recurrir a la cadena de frío, lo que es aún más importante si consideramos el caso de España, donde las temperaturas medias son muy elevadas. Además, el cambio pasa también por ofrecer soluciones que tengan en cuenta las necesidades de los nuevos tipos de consumidores. Por ejemplo, ahora es preciso encontrar en el mercado envases de tamaños más reducidos, para garantizar que se consume la cantidad que realmente se necesita, y con tapones que eviten derrames y permitan cerrar el envase para un consumo posterior.
Pero la transformación debe tener en cuenta todos y cada uno de aspectos de la cadena de producción, y preocuparse también por la eficiencia del transporte de los alimentos. Es decisivo tener en cuenta, por ejemplo, que utilizar envases de cartón aséptico para las bebidas permite cargar un camión con hasta un 41% más de cantidad, frente a aquellos procesos que apuestan por las botellas de vidrio.
Contribuir a la resiliencia global del sistema para mitigar el impacto medioambiental de las cadenas alimentarias sería imposible sin detenerse, igualmente, en el cuidado de los materiales con los que se fabrican los envases, poniendo el objetivo en reducir la huella de carbono. Un proceso global que debe garantizar la utilización de electricidad renovable en fábricas, apostar por materias primas renovables y de fuentes responsables, como por ejemplo cartón proveniente de bosques certificados, reducir el uso de plásticos o favorecer la reutilización y reciclaje de los materiales.
Fuente: El País